miércoles, 15 de diciembre de 2010

La belleza incómoda

Lo primero que hizo Teresa al entrar en la habitación de aquél hotel fue sacar su vestido de la maleta para colgarlo en el armario. La huelga de los controladores aéreos la había dejado en tierra y casi ya había aceptado con resignación que no iba a asistir a la boda de su nieto que se celebraría en Londres a la mañana siguiente. Tras un reconfortante baño, la mujer encendió el televisor y se puso a hojear una publicación que había sobre la mesita de noche llamada “Madrid In & Out”. Sin embargo, pronto comprendió que la mayoría de los artículos estaban escritos en inglés por lo que volvió a dejar la revista en su sitio. En su juventud, Teresa había recibido una muy buena educación en las Carmelitas de Santander, pero en aquellos tiempos las niñas de su clase eran adoctrinadas, cómo no, en lengua francesa.
Fue entonces cuando algo que retransmitían en el telenoticias llamó poderosamente su atención. Ante el estado de excepción decretado por el Gobierno, se emitía en directo la conferencia de prensa convocada por el portavoz del sindicato de los controladores. Teresa se desprendió de sus lentes de lectura y concentró su mirada en la pantalla del televisor. Un hombre, parapetado tras una montaña multicolor de micrófonos, contestaba con suma paciencia cada una de las preguntas de los periodistas. Tras medio minuto de entrevista, la retransmisión volvió a los estudios del telenoticias y para su sorpresa, Teresa se dio cuenta que no había oído ni una sola de las palabras pronunciadas por el entrevistado.
Por un instante, pensó que el volumen del aparato no estaba lo suficientemente alto. Sin embargo estaba escuchando perfectamente la voz de los presentadores. Desconcertada, constató con cierto rubor que de aquellas imágenes recién emitidas, no se había dado cuenta de nada. Sólo de una cosa.  Claro está. Aquél hombre le pareció increíblemente bello.

 
 
¿Por qué nos sorprenden tanto los hombres bellos? Porque la belleza en los varones bellos es algo inherente. Esta reflexión podría parecer una obviedad, pero no lo es. Tenemos el caso de las mujeres, donde la hermosura puede llegar a ser algo circunstancial. A lo largo de la historia, el mundo femenino ha dispuesto de multitud de recursos (dígase moda, cosmética, complementos…) útiles para subrayar e incluso concebir un ideal de belleza. Sin embargo, los hombres bellos lo son en sí mismos, sin aditivos. Más allá de las modas, la belleza masculina se ha vuelto dogmática. Incuestionable. Y casi me atrevería a decir, hiriente.









 

jueves, 9 de diciembre de 2010

El retrato de mamá



He leído en la prensa que el príncipe Guillermo y Kate Middleton escogieron a Mario Testino como fotógrafo oficial en su pedida de mano. Y todo parece indicar que el fotógrafo se encargará también de la boda. La noticia no tiene nada sorprendente, conociendo el importante vínculo de amistad del fotógrafo peruano con la difunta princesa Diana y el interés de su hijo en tenerla presente en un momento tan significativo.

Ciertamente, Testino logró traspasar la frontera institucional de la princesa de Gales y consiguió que esta mostrara su faceta más personal y cercana. Diana en sus últimos retratos rezumaba frescura y encanto huyendo del aspecto de princesa melancólica al que nos tenía acostumbrados. De no haber sido por aquél fatídico accidente en el Pont de l’Alma, Mario Testino se hubiera convertido en el retratista oficial de la princesa, ya que solo él había conseguido reflejar la imagen de mujer renovada que ella quería transmitir.
Porque la voluntad del retratado es determinante a la hora de escoger a su retratista. Un buen ejemplo lo encontramos en la abuela y la bisabuela del novio. Estas mujeres, procedentes de otra época (y otro mundo), se inclinaron por Cecil Beaton como retratista oficial durante los primeros años de su reinado. Los retratos de Beaton, nos presentaban a una joven Isabel II y a la Reina madre con la pompa y los atributos monárquicos propios de la institución. No debemos olvidar, que Jorge IV accedió al trono de la forma más inesperada tras la renuncia de su hermano Eduardo VIII para casarse con la divorciada Wallis Simpson. Imagino que sería importante para aquella improvisada familia real que no fueran recibidos por el pueblo como unos advenedizos, por que hicieron uso de toda la maquinaria iconográfica para legitimizar el cargo que ostentaban.
Por su lado, la princesa Diana siempre fue consciente de su poder mediático. Se sabía en buenas manos haciéndose retratar por Mario Testino y evidentemente estas imágenes tendrían una difusión mucho mayor que si las hubiera hecho un fotógrafo anónimo. Muchas generaciones antes, a mediados del XIX, todas las cortes europeas reclamaron los servicios del artista alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873). Considerado el “pintor de los príncipes”, sus retratos monumentales en un estilo neo-rococó hicieron las delicias de todos los monarcas. Conocidas en la época por su belleza, la emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo y la emperatriz de Austria, Isabel de Baviera figuraron entre sus clientas más solícitas. Los refinados retratos de Winterhalter detallaban con suma precisión la atmósfera de lujo y refinamiento que vivían las monarquías de entonces. Y obviamente sus mentoras posaban con las mejores galas. Otra testa coronada, consciente del poder de la imagen fue sin lugar a dudas la reina Maria Antonieta, quien depositó toda su confianza y simpatía en su retratista particular Élizabeth Vigée-Lebrun (1755-1842) ante el espanto del resto de académicos que no podían creer que una mujer pudiera merecer un reconocimiento tan importante.
Todo nos demuestra que gran parte de estas mujeres velaron con sumo cuidado la proyección de su propia imagen pensando probablemente en la posteridad. Lady Di murió joven y bella, y es bien seguro que su presencia marcará y ensombrecerá por mucho tiempo la figura de la pobre Kate Middelton, que por el momento ya ha tenido que aceptar sin rechistar que su anillo de compromiso sea el mismo que lució su antecesora y difunta futura suegra. En la corte de Mónaco encontramos un caso similar. El príncipe Alberto quien también profesaba una enorme admiración hacia su difunta madre ha tardado años en hallar la consorte adecuada. Superada la cincuentena, este soltero recalcitrante ha encontrado finalmente su princesa en una sirena sudafricana. Recuerdo que la primera vez que descubrí la foto oficial de compromiso, un escalofrío recorrió mi cuerpo. La rubia Charlene Wittstock enfundada en un vestido de gasa de Armani Privé emulaba la misma postura del famoso retrato de la princesa Grace que preside el salón del palacio monegasco. Y a su lado Alberto-Edipo sonriente, miraba a la cámara, orgulloso de haber logrado lo inalcanzable. En una asociación rocambolesca de ideas, aquél retrato de Grace, me llevó a pensar en Hitchcock, y cómo no, a la película Rebeca…
Por fortuna, y aún hablando de príncipes y princesas, la realidad no siempre tiene por qué superar la ficción. Confiemos que tanto Kate como Charlene no sufran un retorno a Manderley y logren encontrar su lugar.

Mario Testino. Guillermo y Kate. 2010

Mario Testino. La princesa Diana de Gales


Cecil Beaton. La reina madre Isabel de Windsor

Vigée-Lebrun. Maria Antonieta, reina de Francia

Winterhalter. Isabel de Baviera, emperatriz de Autria y Hungría

Ricardo Macarrón. Gracia de Mónaco

Foto oficial del compromiso del Príncipe Alberto con Charlene Wittstock

lunes, 6 de diciembre de 2010

Los dioses nos visitan

Un año más se ha presentado el almanaque más mediático, el calendario Pirelli. En esta ocasión, la tarea de ilustrar el transcurrir de los meses durante el 2011 ha recaído en manos Karl Lagerfeld. El director creativo de Chanel, sobradamente acostumbrado a este tipo de trabajos, ha contado para la ocasión con la colaboración de las tops del momento Freja Beha Erichsen, Isabeli Fontana, Lara Stone y Daria Werbowy. Por primera vez se ha contado en el calendario con una presencia masculina encarnada por el modelo Baptiste Giabiconi. Y la guinda del pastel la aporta la participación de la actriz norteamericana Julianne Moore.




Calendario Pirelli 2011
Como para no morder de la mano de quien le da de comer, el diseñador alemán ha recurrido a un referente clásico muy común en el academicismo francés, especialmente durante el periodo barroco. Los protagonistas del almanaque posan desnudos únicamente ataviados con los atributos representativos de las divinidades griegas. En este sentido, Julianne Moore posa como Hera, esposa de Zeus y madre de todos los dioses. El resto de modelos lucen sus cuerpos esculturales complementados con estratégicas piezas de atrezzo que les aportan una identidad divina.
Ya en la época clásica, a partir de Augusto, los emperadores romanos se hacían retratar con los atributos de las deidades que les aportaban una cualidad de divinidad. De esta forma, la iconografía imperial propiciaba el culto al gobernante asegurándose la sumisión de los habitantes. Siguiendo la estela clásica, serán muchos monarcas los que harán uso de símbolos divinos en su representación. Pero sin lugar a dudas, el máximo exponente lo encontramos en el reinado de Luis XIV, quien se hacía denominar  “el Rey Sol”. El monarca francés convirtió su palacio de Versalles en un teatro viviente dedicado a la exaltación de su propia figura. En innumerables ocasiones, se hará retratar bajo la apariencia de Apolo, el dios del Sol e hijo de Júpiter. Del mismo modo, la familia real asumirá diferentes atributos que la emparentarán a la mitología clásica tal y como podemos apreciar en el retrato de la familia real de Jean Nocret.
De esta forma, a partir de esta época proliferarán este tipo de retratos. Siguiendo la moda, muchas damas de la Corte encargarán retratos donde eran representadas con la apariencia de una diosa. Esta era una forma de justificar un gesto de completa vanidad. Uno de los ejemplos más claros lo encontramos en la figura de Paulina Bonaparte, la díscola hermana de Napoleón y una de las mujeres más bellas de su tiempo. Muy bien casada con el príncipe Camillo Borghese y seguramente sumida en el delirio imperial que propició la coronación de su hermano en 1802, Paulina se hizo esculpir por Antonio Canova con la apariencia de una Venus Victoriosa. La escultura, obra cumbre del neoclasicismo, tomó como referencia la estructura del famoso retrato que David hizo en su día a Madame Récamier. Pero en este caso, la princesa Borghese se mostraba desnuda a torso descubierto sustentando delicadamente una manzana dorada, que era el símbolo de Venus y origen de las guerras troyanas. El retrato causó conmoción en aquellos que reconocían al regio personaje enfundado en la desnudez de la escultura. Pero poco tiempo antes, el mismísimo emperador había encargado a Canova una escultura similar donde fue representado con los atributos de Marte, dios de la guerra.
Sea como fuere, la vanidad en el hombre es un atributo inherente y de esta manera debemos entenderlo. Aun así, para el más común de los mortales, siempre será de agradecer recibir la visita de semejantes diosas y dioses del Olimpo. Aunque sea a modo de almanaque.

Emperador Augusto de Prima Porta. Año 20 d.C. aprox.

Diana de Poitiers como Diana cazadora.

Jean Nocret. La familia de Luis XIV. 1670.

Jean-Marc Nattier. La princesa Maria Adelaida de Saboya como Diana. 1745

Antonio Canova. Napoleón Bonaparte como Marte Pacificador. 1803-06.

Antonio Canova. Paulina Borghese como Venus Victoriosa. 1805-08.

Pierre et Gilles. Ganímedes


Richard Avedon. Sylvester Stallone y Claudia Schiffer como Adán y Eva. 1998.

viernes, 3 de diciembre de 2010

La edad de la inocencia

Siempre me ha parecido que los retratados por Sargent se sabían triunfadores. Y no solo me refiero a los ilustres miembros de la Gran Bretaña post-victoriana. Mi apreciación se dirige especialmente a aquellos hijos aventajados de América que habiendo conseguido desvincularse de las cadenas imperialistas, posaban orgullosos y conscientes de su flamante devenir. Las afectadas damas de Nueva Inglaterra se hacían retratar con sus mejores galas en los elegantes salones de sus mansiones de la Quinta Avenida con Central Park. Las sedas, los tules, las gasas de sus vestidos, encargados en los talleres parisinos de Worth, brillaban como nunca en la paleta de este genial retratista. Unos y otros eran conscientes que sus imágenes llegarían a la posteridad como un símbolo del triunfo de aquella nueva sociedad que se estaba gestando en la postrimería del siglo XIX.

Sir Gerorge Sitwell y Lady Ida Sitwell con sus hijos. 1900
John Singer Sargent (1853-1925), había descubierto por mediación de su maestro, Carolus-Duran, la obra de Velázquez, que pudo conocer en sus viajes a Madrid. Inspirada en las pinturas del artista sevillano, la producción pictórica de Sargent refleja un dominio absoluto de la luz y las texturas a través de un  trazo vivaz resultado de la técnica del au premier coup tan valorada por su mentor. Sin embargo, lo que no encontramos, es la interiorización en el retratado tan característica de la obra velazqueña. Todo lo contrario, Sargent se convierte en un retratista cortesano que siguiendo la estela de Joshua Reynolds , Ingres o Winterhalter, se ocupa en corregir, idealizar e incluso sublimar la figura del cliente transitorio. Tendrían que ser sus contemporáneos Henry James y Edith Warton los que se afanarían en describir de forma mucho más realista la compleja psicología bajo la que se regía la alta burguesía de Nueva York.

En todo caso, la genialidad de este artista finisecular es incuestionable. Su obra, cada vez más valorada, se ha convertido en un referente para innumerables creadores. Empezando por la obra de Cecil Beaton, seguramente su heredero natural, y terminando por autores contemporáneos de la talla de Peter Lindbergh, Steven Meisel o David Seidner.


Lord Ribblesdale.1902

Ena y Betty, hijas de Mr. Asher y Mrs Wertheimer. 1901


Madame Paul Poirson. 1885

Las hermanas Wyndham, 1899

Cecil Beaton. Mrs. Whynham, Lady Cranborne y Lady Pratt. 1950

David Seidner. Las hermanas Miller. 1995

Mrs. Carl Meyer con sus hijos. 1896


David Seiner. Marie-Chantal Miller, princesa de Grecia. 1995

Madame X (Madame Gautreau). 1884

Steven Meisel. Nicole Kidman. 1999

Peter Lindberg. Julianne Moore. 2008

Lady Agnew de Lochnaw

Steven Meisel. Nicole Kidman. 1999

Mrs. Hammersley. 1893

Cecil Beaton. El abanico de Lady Windermere. (s/f)

Cecil Beaton. Diseños de Charles James. 1948

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ellas se encuentran

Tal y como nos relataba Ovidio en las Metamorfosis, de vez en cuando, los dioses se encuentran. En la literatura clásica, las consecuencias de tales coincidencias divinas acostumbraban a ser catastróficas, especialmente en el destino (el fatum) de los héroes o mortales que se cruzaban por su camino. 
Grace Kelly and Audrey Hepburn, Allan Grant, 1956

 

Y hablando de encuentros, el mitómano recalcitrante que llevo dentro quedó inevitablemente fascinado al descubrir esta instantánea de Allan Grant. En ella podemos reconocer las siluetas de Grace Kelly y Audrey Hepburn compartiendo un mismo espacio. ¡Apenas separadas por un metro de distancia! Y con sus miradas concentradas en lo que se adivina un horizonte común. Aquella noche del 21 de marzo de 1956, Allan Grant cubría para la revista Life la ceremonia de entrega de los Oscars de Hollywood. Las dos actrices, esperaban en el backstage para presentar sus correspondientes premios. Ese año ninguna de las dos estaba nominada. Grace había ganado el Oscar como mejor actriz un año antes por su interpretación en La angustia de vivir (1954), y aquella noche representaba su despedida del reino del celuloide porque en pocos meses se convertiría en la flamante princesa de Mónaco. Por su parte, Audrey había sido galardonada con el preciado premio dos años antes, gracias a su papel de la princesa Anne en Vacaciones en Roma (1953). Ambas tenían la misma edad, se encontraban en su mejor momento profesional, y allí estaban,  más bellas que  nunca, ignorándose mutuamente.
Para mí que en aquél preciso instante fueron almas gemelas. Sólo hay que observar el porte distinguido de ambas siluetas y el brillo que irradian a su alrededor. Grace aguarda serena e inquebrantable en su papel de chica-bien de Filadelfia luciendo un diseño de gasa de Helen Rose, su modista preferida. En una postura similar, espera Audrey, vestida cómo no, por su estimado Hubert de Givenchy. Audrey estira tímidamente su largo cuello como para poder visualizar mejor el objetivo. Grace no lo necesita, pues su pragmatismo norteamericano la ha hecho situarse en el mejor punto de visión. Admirándolas en aquella foto, se me antojaban como dos deidades, ¡la Gracia y la Belleza!, rivalizando en presencia y fulgor.
Lamentablemente, la realidad no fue tan poética. Un tiempo después descubrí una nueva instantánea perteneciente a la misma serie donde se podía comprobar que las dos bellas actrices sí llegaron a saludarse y seguramente departieron animadamente. Pensándolo mejor, caí en mi ingenuidad al imaginar que dos chicas educadas como Audrey o Grace, se hubieran hecho semejante vacío. ¡Entre una Joan Crawford y una Bette Davis, otro gallo cantaría! Pero con Grace y Audrey como protagonistas, jamás.
En mi decepción sigo buscando estos encuentros (o desencuentros) entre divinidades. Y gracias a la complicidad que nos permite el género fotográfico, me gusta fantasear una y otra vez sobre estas escenas. ¿De qué hablan? ¿Qué afecto se profesan? Porque yo estoy seguro que cuando los dioses bajan del Olimpo les gusta impregnarse, aunque sea por un momento, de las bajezas del mundo terrenal.