sábado, 22 de noviembre de 2014

Abstracción


Desdoblando el amasijo de plástico, Enrique se reencontró con aquella piscina de color azul en la que tan sólo se había bañado una vez. Recordó que la habían traído sus padres con la esperanza de hacerle más llevaderas las calurosas tardes de agosto en casa de los abuelos. Y aunque entonces debía ser muy pequeño, podía visualizar a su padre hinchando la piscina a pleno pulmón al tiempo que su madre extendía una toalla sobre la terraza acompañada de un buen surtido de juguetes. Debieron untarlo con un kilo de crema solar y a buen seguro que protegerían su cabeza con un gorrito. Sobra decir, que no lo sumergirían en el agua hasta asegurarse que la temperatura fuera ligeramente superior a la temperatura corporal. Enrique era hijo único, y como tal, siempre había estado superprotegido. 

Entendió entonces que aquella tarde, cuando sus padres lo sentaron en el fondo circular de la piscina, debieron quedar más que sorprendidos con su extraña reacción. En lugar de chapotear para celebrar la refrescante experiencia, el niñito se quedó inmóvil como una estaca aferrándose a las paredes hinchadas del pequeño habitáculo. Se le veía aterrado, y no apartaba la vista de aquél fondo acuático de apenas veinte centímetros de profundidad. Pues en realidad, lo que atemorizaba al pequeño Enrique era la visión de unos tentáculos amenazadores que precedían, sin ninguna duda, a un terrible monstruo abisal. Un insaciable depredador marino dispuesto a atraparlo al menor gesto o movimiento.
En realidad, aquellas figuras amorfas no eran más que una fotografía posterizada que decoraba el fondo de la piscina. La silueta de unas gaviotas sobrevolando el océano. Pero esto lo acababa de entender ahora. Para él, se trataba de una realidad demasiado simple para una imaginación portentosa que veía conejitos de algodón en el horizonte o fantasmagóricas miradas en los nudos de la madera. Lo cierto es que tras un ligero estremecimiento, en el rostro de Enrique se dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Propia de quien se sabe afortunado en vivencias, imaginadas o no.


domingo, 28 de septiembre de 2014

Va de barbas


Según dicen, cuando una tendencia se ha vuelto popular, este ya es el primer síntoma de que ha pasado de moda. Por eso justo ahora es cuando me animo a tratar de un tema que se hace latente en la calle o en cualquier editorial de moda que se precie. No ha transcurrido tanto tiempo desde que el barbudo Christian Göran, llamaba especialmente mi atención como protagonista de un recordado anuncio de localizadores de hoteles on-line. Desde luego, aquella tipología de hombre no me resultaba habitual. Y de ahí, la singularidad del anuncio. Sin embargo a día de hoy, hasta un servidor ha terminado sucumbiendo a la moda llegando al punto de tener serias dificultades en reconciliarme con mi antiguo aspecto cuando en alguna ocasión he necesitado rasurarme. 
Como hijo de la transición democrática, siempre encontré en la barba unas connotaciones "progres" que aún estando en sintonía con mis convicciones sociales, terminaban topando irremediablemente con mis inclinaciones estéticas. La pana nunca me gustó. Y por aquél entonces todavía desconocía la enorme trascendencia del decadentismo finisecular en el que la que la figura del "dandy" (por supuesto barbudo) representaba su máximo exponente.
Si hay un culpable de esta moda de la barba, sin ninguna duda este sería Russell Crowe. Su personaje en Gladiator lucía una barba propia de los tiempos del emperador Marco Aurelio y esto enseguida empezó a vislumbrarse por las calle. Esto cobraría mucha más fuerza años después con el estreno de 300, aquella epopeya épica de Frank Miller basada en la batalla de las Termópilas. De hecho, fue el emperador Adriano, en el siglo II dC. quien inició esta moda a imitación de los gloriosos ejércitos espartanos de la Antigua Grecia de los que el Imperio Romano se denominaba natural continuador.
Hoy por hoy, con poner un pie en la calle, puedes encontrarte con un inagotable repertorio. Desde las más recortadas a las superpobladas. Las hay que parecen podadas por el jardinero más certero y también las socorridas barbas "de cuatro días". Últimamente el colectivo hipster ha popularizado las que yo denominaría "Profesor Bacterio". Una tipología que incluso alguna osada publicación ha sugerido adornarlas con flores naturales entrelazadas en el amasijo piloso.
No perdamos de vista esta esta moda que seguramente esté viviendo ya sus últimos coletazos. A saber con qué novedad nos sorprenderán en los tiempos venideros. Siempre existiremos almas moldeables dispuestos a seguirlas. Pero, por favor, sigámoslas con un cierto criterio. Nada me disgustaría más que encontrarme en las próximas navidades con un Papá Noel con un rasurado más suave que el culito de bebé.

El modelo Christian Göran, protagonista del anuncio de Trivago

Russell Crowe, el culpable de todo

Busto del emperador Adriano

La cuidadísima barba en la antigua Mesopotamia.

Se puede ser hipster y sexy a la vez

El Profesor Bacterio, marcando tendencia.

Hay barbas...

... y barbas.

Un "dandy" moderno

El "dandy" fue el gran referente del decadentismo finisecular

El zar Nicolás II y su primo Jorge V muy a la moda

En los 80 Michael de Kent continuador del "fashion-royalty"

Y los genes ahí están.

El universo femenino también tiene cabida...

... y mucho más el folclórico.

Aunque falsa, su barba resulta de lo más reveladora

Disney se apunta a todo

Arreglos florales

viernes, 15 de agosto de 2014

Aquella mujer


En la confluencia de la calle 72 con Central Park West, en lo que podría calificarse como la puerta de entrada al Upper West Side neoyorquino, se alza el mítico edificio Dakota: Un impresionante bloque de apartamentos de finales del XIX y estilo renacentista alemán que debe su fama justamente a la celebridad de sus habitantes. John Lenon fue asesinado en sus puertas y su viuda Yoko Ono sigue habitando allí. En sus apartamentos se han alojado personalidades tan ilustres como Leonard Bernstein, Rudolf Nureyev, Judy Garland, Roberta Flack o Boris Karloff. Y el realizador Roman Polansky, localizó en su interior la inquietante "Rosemary's Baby" - por razones que muchos entenderán, me niego a mencionar la desafortunada traducción que tuvo esta película en España-. Por todo esto y mucho más, la visita a tan célebre edificio es obligadísima para cualquiera que visite Manhattan.
Yo decidí acercarme al Dakota en mi último viaje a Nueva York hace unos siete años. Sin embargo, el recuerdo que conservo del edificio es bastante vago. Casi me atrevería a decir que inexistente. Porque aquella calurosa tarde del Labor Day, en la famosa esquina de la calle 72 con Central Park West a quien me encontré fue a otra de sus célebres habitantes: Lauren Bacall. Es curioso como uno puede llegar a olvidar periodos más o menos prolongados de su vida y sin embargo recordar con exactitud milimétrica vivencias ocurridas en apenas unos segundos. Recuerdo perfectamente la imponente presencia de aquella mujer, su rebelde melena canosa y un magnetismo indescriptible. También recuerdo cómo de forma automática mi mano se fue hacia la cámara fotográfica con la intención de inmortalizar una leyenda viva y cómo al momento un ataque inseguridad y/o temor me llevó a no hacerlo. Quisiera recordar que me mirara, mas esto no ocurrió. Aquella calurosa tarde del Labor Day de hace siete años en la confluencia de la calle 72 con Central Park West me limité a observar a la estrella con la conciencia de aquél momento era uno de esos regalazos que te da la vida y que difícilmente se vuelven a repetir.

Lauren Bacall (Nueva York, 1924-2014)


martes, 17 de junio de 2014

Cosas de la abuela


   Si había algo que le apasionara a mi abuela Nico, esto fueron: las joyas, los cuadros y sustraer saleros de los restaurantes. Ella era como una especie de Peggy Guggenheim pero en formato doméstico. De esos seres excepcionales y auténticos con los que sólo te cruzas una vez en la vida. También era una mujer muy pragmática. Adquiría las joyas a pares: dos relojes de oro, dos esclavas, dos anillos, dos broches engarzados... Conjuntos exactamente idénticos. Joyas "de pasar" que heredarían algún día sus dos futuras nueras. El hecho es que mi tío nunca se casó, por lo que mamá hubiera sido la depositaria de aquél magnífico joyero a no ser del desafortunado robo que sufrió la abuela y que desbarataría para siempre sus planes de futuro.
   Lo que no se llevaron los ladrones fueron los cuadros. La abuela Nico era una gran coleccionista de láminas impresas en tela que le compraba a un señor de bigote y traje marrón que llamaba al timbre de vez en cuando. En cuanto aquél vendedor aparecía por la puerta, la pobre mujer se lamentaba "No quiero más cuadros, que esta casa ya parece un museo!" Aún así, a los pocos minutos te los veías a los dos sentados en la mesa del salón escogiendo de un inmenso catálogo lo que sería la próxima adquisición. Mi abuela iba pagando aquellas telas en cómodas mensualidades y de esta forma, poco a poco terminó forjando su particular colección.
   El recibidor de la casa venía a ser como la sala de los grandes formatos y estaba presidido por un  gran lienzo de tamaño apaisado con paisaje nocturno y unos caballos blancos chapoteando sobre un riachuelo. Recuerdo perfectamente aquellas figuras de anatomías estiradas que bajo la luz de la luna parecía emitir una fosforescencia casi psicodélica. Semejante cuadro provocaba en mí una extraña mezcla admiración y terror.  Muchas veces me sorprendía observando aquellos animales larquiruchos de cuatro patas. Tenía la sensación que debieron nacer pensándose cisnes sin que nadie les hubiera hecho caer en la cuenta de su error.


   Las flores fueron otra de las debilidades de la abuela Nico. Pero a decir verdad nunca tuvo muy buena mano para la jardinería, así que prefería adornar la casa con ficus de plástico y bodegones de flores. Abundaban las explosiones de acacias, peonias, rosas y margaritas sobre fondos más bien neutros. Aquellos cuadros eran todo un portento a nivel matérico, de una plasticidad quasi pirotécnica, diría yo.
   Pero lo más maravilloso te aguardaba en el salón. En aquella sala mi abuela tenía colgadas bastantes imágenes, pero yo siempre terminaba parado frente a dos piezas de similar tamaño que siempre habían estado juntas en la misma pared y que me suscitaban una gran curiosidad. Una de ellas representaba una niña vestida de azul con un gatito de pelaje gris.. Ambos seres tenían una mirada directa, segura e insolente. Y si te movías de un lado a otro de la sala, ¡te perseguían con la mirada! Junto a este retrato había otro de similar tamaño. También representaba una niña. Pero en comparación con la otra, su indumentaria se basaba en harapos. De mirada tímida e huidiza, parecía sorprendida ante tu presencia, como avergonzada de compartir aquél espacio junto a la figura exultante de su vecina.
    Con los años terminé descubriendo la autoría de estos dos cuadros. Se trataba de dos retratistas de cierta relevancia en de la historia del arte: Caillebotte, destacado académico del XVIII y Corot, paisajista del XIX y un antecedente importantísimo para los impresionistas. 
     Me hubiera gustado compartir este conocimiento con la abuela, pero esto ya no fue posible. Dicen que son las vivencias de la niñez las que definen nuestro carácter e inclinaciones. Yo estoy seguro que si he desarrollado un cierto gusto e inquietud hacia las artes visuales, esto empezó a fraguarse aquellas tardes en casa de la abuela Nico. Así que no puedo expresar más que mi sincero agradecimiento por su importante contribución. Casi tan grande como el cariño con el que la recuerdo.
     
Jean-Baptiste Perronneau, La niña y el gato. 1745

Jean-Baptiste Camille Corot. Niña aseándose.

viernes, 9 de mayo de 2014

Lo que se ve no se pregunta (o El día que hablé con Epi y Blas)


Nunca olvidaré aquél día que de niño pensé haber mantenido una conversación con Epi y Blas al otro lado de la pantalla. Imagino que por mágica casualidad, e incapaz de comprender el carácter retórico de las cuestiones formuladas por aquellos personajes de fieltro, alguna de mis respuestas se coordinaría con tan precisión con el diálogo televisivo que me llevó a pensar que había hablado realmente con ellos. El hecho es que esperé impaciente y emocionado la llegada de mi madre, que había salido al supermercado, para poder explicarle aquella increíble experiencia catódica. Como es natural, mamá intentó hacerme entender que los personajes de la tele no hablaban con los niños y no le dio mayor importancia a aquél suceso que para mí representaba lo más emocionante que me había ocurrido en lo que llevaba de vida.
No recordaba yo este episodio cuando esta mañana le envié a un amigo una fotografía de rodaje con Jim Henson y sus colaboradores accionando en su estudio aquellas maravillosas marionetas. De forma muy acertada e inteligente, este amigo respondió que había ocasiones en las que "saber la verdad no molaba". Y al momento, me vino a la cabeza aquél episodio infantil, y de repente sentí haber traicionado parte de aquella inocencia.


A día de hoy la información la procesamos a una velocidad que jamás habríamos imaginado; con un solo click. Y lo cierto es que podríamos plantearnos si realmente hay que conocer, analizar y desgranar todo aquello que acontece ante nuestros ojos. ¿Resulta en verdad imprescindible? Qué espacio le dejamos entonces a la ilusión, al enigma, a los matices...
Me contaron que en una ocasión un famoso cantante mexicano se despachó de un periodista que le preguntaba sobre su condición homosexual contestando lo siguiente: "Lo que se ve, no se pregunta". Y yo también pienso que no siempre se ha de mirar por acumular excesiva información pues esto nos lleva a perder un grado importante de ilusión que de algún modo es necesaria para tirar adelante.

* Dedicado a Kumi y demás colegas de la generación peterpanesca ;-)