viernes, 11 de septiembre de 2015

Una historia de fantasmas


Recuerdo que aquel verano en casa de los abuelos mataba las tardes hojeando las revistas de mi tía que se acumulaban sobre la tele. Publicaciones que daban cabida tanto a noticias de sociedad como a crónica negra y reportajes pseudo científicos. Y recuerdo perfectamente aquél artículo de temática paranormal que trataba de una técnica novedosa para captar imágenes de fantasmas. Consistía en crear un circuito cerrado mediante una videocámara que enfocara, a su vez el monitor que reprodujera lo grabado. Según explicaban, esta grabación en bucle generaba un espacio virtual donde al parecer, los seres del Más Allá se sentían de lo más cómodos a la hora de manifestarse. Naturalmente, la fuente informativa no era la más fidedigna, sin embargo por aquel entonces, yo carecía de todo espíritu crítico. Y por otro lado, que el texto viniera ilustrado con un fotograma de Romy Schneider ya era un motivo más que suficiente para captar mi atención.
Aquel escrito describía la experiencia de un parapsicólogo alemán que había puesto en práctica el experimento audiovisual y que aseguraba haber visto formarse en la lluvia de la pantalla, un ectoplasma con el rostro de la actriz austriaca. Si el experimento en sí ya parecía sorprendente, más lo era que una estrella internacional decidiera manifestarse ante aquel señor anónimo. Pero lo que en verdad me inquietó fue observar de nuevo la foto de la actriz. Aunque salía caracterizada como la emperatriz Sissi -su personaje más popular-, yo no reconocía en esta a la muchacha inocente de las películas de los 50, sino a una mujer que parecía haber vivido y sufrido mucho.
Pienso que pasé el resto del verano fantaseando sobre la posibilidad de que en cuando uno llega al Mas Allá puede decidir con qué edad o aspecto se presenta a sus allegados. Lo que no llegaba a entender era qué pesar conduciría a aquella bonita actriz de las películas cursis -a quien ni tan siquiera daba por muerta- para manifestarse apesadumbrada en el televisor de un desconocido. Mi conciencia infantil no concebía el sufrimiento para la gente bella.
Tiempo después mi abuela Nico, toda una eminencia en cuestiones del "papel cuché", me pondría al día sobre el destino de la Schneider. De su relación con Alain Delon, de la trágica muerte de su hijo de 14 años atravesado por las rejas del jardín y de la terrible adicción al alcohol y los barbitúricos que la llevarían al suicidio. -Mi abuela relacionaba las vidas de Romy Schneider y Natalie Wood. Ambas sufrieron de maridos bellos y compartieron un final trágico-. Y estos descubrimientos coincidieron en esa época en la que uno cae en la cuenta que los cuentos de hadas no existen o que los ricos también lloran. En contraposición descubrí a la Romy Schneider de Chabrol, y de Welles. Y sobre todo a la actriz de Visconti, para quien retomaría en la película Ludwig, veinte años después de aquellas producciones folletinescas, el personaje de la emperatriz austro húngara. A día de hoy me resisto a ver la película de Visconti porque temo que en la pantalla no aparecería la actriz, sino a su fantasma.