Si había algo que le apasionara a mi abuela Nico, esto fueron: las joyas, los cuadros y sustraer saleros de los restaurantes. Ella era como una especie de Peggy Guggenheim pero en formato doméstico. De esos seres excepcionales y auténticos con los que sólo te cruzas una vez en la vida. También era una mujer muy pragmática. Adquiría las joyas a pares: dos relojes de oro, dos esclavas, dos anillos, dos broches engarzados... Conjuntos exactamente idénticos. Joyas "de pasar" que heredarían algún día sus dos futuras nueras. El hecho es que mi tío nunca se casó, por lo que mamá hubiera sido la depositaria de aquél magnífico joyero a no ser del desafortunado robo que sufrió la abuela y que desbarataría para siempre sus planes de futuro.
Lo que no se llevaron los ladrones fueron los cuadros. La abuela Nico era una gran coleccionista de láminas impresas en tela que le compraba a un señor de bigote y traje marrón que llamaba al timbre de vez en cuando. En cuanto aquél vendedor aparecía por la puerta, la pobre mujer se lamentaba "No quiero más cuadros, que esta casa ya parece un museo!" Aún así, a los pocos minutos te los veías a los dos sentados en la mesa del salón escogiendo de un inmenso catálogo lo que sería la próxima adquisición. Mi abuela iba pagando aquellas telas en cómodas mensualidades y de esta forma, poco a poco terminó forjando su particular colección.
El recibidor de la casa venía a ser como la sala de los grandes formatos y estaba presidido por un gran lienzo de tamaño apaisado con paisaje nocturno y unos caballos blancos chapoteando sobre un riachuelo. Recuerdo perfectamente aquellas figuras de anatomías estiradas que bajo la luz de la luna parecía emitir una fosforescencia casi psicodélica. Semejante cuadro provocaba en mí una extraña mezcla admiración y terror. Muchas veces me sorprendía observando aquellos animales larquiruchos de cuatro patas. Tenía la sensación que debieron nacer pensándose cisnes sin que nadie les hubiera hecho caer en la cuenta de su error.
El recibidor de la casa venía a ser como la sala de los grandes formatos y estaba presidido por un gran lienzo de tamaño apaisado con paisaje nocturno y unos caballos blancos chapoteando sobre un riachuelo. Recuerdo perfectamente aquellas figuras de anatomías estiradas que bajo la luz de la luna parecía emitir una fosforescencia casi psicodélica. Semejante cuadro provocaba en mí una extraña mezcla admiración y terror. Muchas veces me sorprendía observando aquellos animales larquiruchos de cuatro patas. Tenía la sensación que debieron nacer pensándose cisnes sin que nadie les hubiera hecho caer en la cuenta de su error.
Las flores fueron otra de las debilidades de la abuela Nico. Pero a decir verdad nunca tuvo muy buena mano para la jardinería, así que prefería adornar la casa con ficus de plástico y bodegones de flores. Abundaban las explosiones de acacias, peonias, rosas y margaritas sobre fondos más bien neutros. Aquellos cuadros eran todo un portento a nivel matérico, de una plasticidad quasi pirotécnica, diría yo.
Pero lo más maravilloso te aguardaba en el salón. En aquella sala mi abuela tenía colgadas bastantes imágenes, pero yo siempre terminaba parado frente a dos piezas de similar tamaño que siempre habían estado juntas en la misma pared y que me suscitaban una gran curiosidad. Una de ellas representaba una niña vestida de azul con un gatito de pelaje gris.. Ambos seres tenían una mirada directa, segura e insolente. Y si te movías de un lado a otro de la sala, ¡te perseguían con la mirada! Junto a este retrato había otro de similar tamaño. También representaba una niña. Pero en comparación con la otra, su indumentaria se basaba en harapos. De mirada tímida e huidiza, parecía sorprendida ante tu presencia, como avergonzada de compartir aquél espacio junto a la figura exultante de su vecina.
Con los años terminé descubriendo la autoría de estos dos cuadros. Se trataba de dos retratistas de cierta relevancia en de la historia del arte: Caillebotte, destacado académico del XVIII y Corot, paisajista del XIX y un antecedente importantísimo para los impresionistas.
Me hubiera gustado compartir este conocimiento con la abuela, pero esto ya no fue posible. Dicen que son las vivencias de la niñez las que definen nuestro carácter e inclinaciones. Yo estoy seguro que si he desarrollado un cierto gusto e inquietud hacia las artes visuales, esto empezó a fraguarse aquellas tardes en casa de la abuela Nico. Así que no puedo expresar más que mi sincero agradecimiento por su importante contribución. Casi tan grande como el cariño con el que la recuerdo.
Jean-Baptiste Perronneau, La niña y el gato. 1745 |
Jean-Baptiste Camille Corot. Niña aseándose. |
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